El sábado por la noche llegué a Tirana después de una serie de retrasos en el vuelo que me obligaron a esperar un día en Barcelona. Originalmente, debía haber llegado el día anterior, pero perdí una noche de reserva en el hotel al que supuestamente debía haber llegado la madrugada anterior.

A pesar de la incidencia, Wizz Air prometió una compensación, y en Tirana las cosas fueron sencillas. A los miembros de la Unión Europea se les permite la entrada con el carné de identidad nacional, y tras una cola no demasiado pesada en la aduana, entré en Albania.

Me tomó un tiempo averiguar cómo funcionaba el sistema de taxis en un aeropuerto atestado y no muy grande, mientras intentaba evitar a los conductores con técnicas de captación agresivas. El taxi que encontré me costó unos 22 euros, que ni siquiera cobraban en la moneda nacional.

Al llegar al apartahotel, lo primero que me llamó la atención fue su estado, prácticamente nuevo y sin apenas uso tras una remodelación reciente. Las luces de la ciudad eran escasas y muy tenues, lo que creaba un ambiente onírico y distinto al de las calles de Europa, despertando mi imaginación y mis sentidos. Tras mi llegada me dirigí a la habitación a descansar para poder aprovechar la mañana del domingo.

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